Defendiendo la enseñanza del latín; la lengua madre que forjó mi espíritu. Por Carlos Garcés.


Defendiendo la enseñanza del latín; la lengua madre que forjó mi espíritu. 

En estos tiempos de aceleración y superficialidad, cuando nuestras raíces culturales se están desdibujando entre novedades pasajeras, me permito alzar la voz en defensa de algo que para muchos puede sonar antiguo, pero que para mí sigue siendo esencial: la enseñanza del latín en los colegios. No se trata de una nostalgia cualquiera, sino de una convicción profunda, nacida de mi propia experiencia vital y educativa.

Estudié en un colegio de sacerdotes en Barcelona, en una época en la que las aulas aún respiraban disciplina, respeto y una sed de trascendencia. Allí, junto a las asignaturas "Formación del espíritu nacional" y "Religión", el latín ocupaba un lugar privilegiado. Era una asignatura exigente, sí, pero también majestuosa. Aquella lengua muerta que, en realidad, nunca ha estado tan viva como se cree, me abrió las puertas no sólo al pensamiento clásico, sino a una comprensión más rica y profunda de la cultura occidental, de la Iglesia, y de la historia que nos ha traído hasta aquí.

Aprender latín no era solamente memorizar declinaciones o traducir textos de Cicerón. Era aprender a pensar con rigor, a ordenar ideas, a buscar el significado exacto de las palabras. El latín no admite vaguedades. Es una lengua que educa la mente, que la obliga a ser precisa, lógica y disciplinada. En tiempos donde el relativismo, la vulgaridad y la banalidad del lenguaje dominan, el latín es, paradójicamente, una forma de resistencia intelectual.

Muchos creen que es una pérdida de tiempo enseñar latín a los jóvenes. Yo sostengo lo contrario; es una inversión cultural de altísimo valor. El latín es la clave que abre las puertas de la literatura clásica, de la historia del Derecho, de la filosofía escolástica y, por supuesto, de la liturgia católica, cuyo esplendor en latín nunca podrá ser igualado en su traducción moderna.

El latín es la madre de las lenguas romances, incluyendo nuestra lengua española. ¿Cómo vamos a comprender bien lo que hablamos si despreciamos sus raíces? Renunciar al latín es como talar el árbol de la cultura por impaciencia en recoger sus frutos. Y es, además, una forma de amputar nuestra memoria colectiva

En los muros de mi colegio se respiraba el respeto a Roma, no por una idolatría estéril, sino por comprender que fue la cuna del Derecho, del orden, de la república, del imperio... y luego, del cristianismo expandido por Occidente. Roma unió en su lengua el poder y la fe. Y la Iglesia supo custodiar esa herencia con fidelidad durante siglos, hasta el día en que el progresismo mal entendido comenzó a destruirla.

No puedo hablar del latín sin hablar de la religión, porque para mí están íntimamente ligados. Las oraciones, los himnos, la misa tridentina... todo eso formaba parte de un universo espiritual que el latín mantenía cohesionado. Cuando escuchaba el "Introibo ad altare Dei", no solo escuchaba palabras, sentía una sacralidad atemporal, algo que trascendía la rutina y conectaba con lo eterno.

Muchos hoy desprecian esa liturgia, la tildan de arcaica. Pero yo, que crecí en ese ambiente, sé que el latín no alejaba a Dios, sino que lo magnificaba. Le daba el lugar que le corresponde; el de lo sublime, lo misterioso, lo infinito.

Junto a esta formación intelectual y religiosa, el colegio me enseñaba también a amar a mi Patria, a conocer sus símbolos, su historia, su identidad. Era la famosa "formación del espíritu nacional" antedicha, hoy también arrinconada por prejuicios ideológicos. ¿Cómo no unir esa formación con el estudio del latín? Ambas enseñanzas cultivaban el carácter, la firmeza, la claridad moral. No eran doctrinas autoritarias, como algunos pretenden hacer creer. Eran raíces, columnas que daban sentido y orden a la vida de un joven.

Hoy, al ver cómo el latín ha sido arrinconado, cómo la religión se ha prostituido y cómo la formación cívica se diluye en discursos despersonalizados, no puedo evitar alzar una vez más esta reflexión. No hablo desde la nostalgia hueca, sino desde la conciencia de haber vivido algo valioso que no debería perderse. El latín no es un capricho del pasado, es una necesidad para el futuro.

Recuperar su enseñanza no es mirar hacia atrás, sino apostar por una educación más profunda, más culta, más humana. Enseñar latín es sembrar respeto por la palabra, por la historia, por la fe. Es recordar a los jóvenes que no todo empezó ayer, y que hay verdades que, aunque antiguas, siguen siendo necesarias.

Dos pilares de mi formación:

Un sacerdote que me enseñó a amar el latín y un profesor que me transmitió el valor de la "Formación del espíritu nacional".

Ambos dejaron huella en mi infancia y en lo que soy.

Rvo. P. Antonio Pacios López. Profesor de religión, latín y catedrático de griego y arameo.
D. Juan de la Llera. Profesor de "Formación del espíritu nacional"
Ocupó varios altos cargos a nivel estatal en el mundo del deporte.


Carlos Garcés.
12 de junio de 2025.



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