EL NEGOCIO CRIMINAL DE LAS RELIGIONES HOY. Por Carlos Garcés.
Hoy me he despertado con una mezcla de rabia y lucidez. Lo que siento no es una duda, no es una crisis, ni siquiera es una decepción; es una ruptura frontal, total e irreversible con el papel que las religiones mundiales han asumido en nuestro tiempo. Lejos de ser consuelo, camino o refugio espiritual, se han convertido en las principales fábricas de sometimiento mental, lavado de cerebro y anestesia colectiva. Son los brazos espirituales del mal, las cómplices activas de su expansión.
Las religiones ya no sirven, si es que alguna vez lo hicieron, a la búsqueda del bien, de la verdad o de lo trascendente. Hoy son siervas del poder, sostenes de la mentira, narcóticas de la conciencia. Bajo la apariencia de moral, sus discursos rezuman hipocresía, cálculo y cobardía. Bajo la capa de piedad, se esconde el desprecio a la libertad. Y detrás de sus rostros serenos y santurrones, se agazapan las sombras del control, de la opresión, de la mentira.
El problema no es sólo teológico ni dogmático. Es ético, político y civilizatorio. Las religiones han dejado de ser proféticas para convertirse en títeres diplomáticos. Han cambiado la Cruz por el protocolo, el ayuno por la complacencia, la palabra por el silencio cómplice. Están negociando con el mal, vendiendo su alma a los arquitectos de la servidumbre digital. Están pavimentando el camino del Nuevo Orden Mundial, esa distopía global donde todo es mentira disfrazada de virtud, vigilancia masiva, obediencia programada, esclavitud dulce bajo el perfume del “bien común”. La espiritualidad de hoy es una farsa grotesca.
Y en medio de este escenario, prosperan como ratas los nuevos mercaderes del templo, los telepredicadores, coaches del alma, traficantes de emociones prefabricadas que explotan el miedo y la desesperación. Cada día reparten consejos envenenados que ellos jamás se aplican, recitan versículos bíblicos como fórmulas mágicas, y amasan fortunas a costa de la fe degenerada. Prometen salvación, pero venden dependencia. Hablan de humildad, mientras se ahogan en su soberbia. Hablan de sacrificio, mientras se bañan en oro. Son parásitos espirituales. No curan, drenan. No guían, confunden. No aman, explotan. Y cada una de sus frases vacías es una bala más contra la conciencia humana.
Pero no son solo ellos. Fíjense bien en los máximos responsables de las religiones, los altos mandos espirituales de todo signo, patriarcas, imanes, rabinos, pastores, obispos, papas, como están rodeados de boato, riqueza, privilegios, tronos dorados y cortes de aduladores. Hablan de los pobres mientras viven como príncipes. Se presentan como siervos de Dios, pero son los CEOs de auténticas multinacionales disfrazadas de fe. Sus templos son sucursales del sistema. Sus sermones son marketing. Sus pactos con el poder son traición. Basta mirar sus trajes, sus cargos, sus alianzas. ¿Qué tiene esto que ver con Dios? Nada. Absolutamente nada.
A eso se suma la arquitectura del engaño financiero que ocultan; templos colosales, catedrales de hormigón, auditorios fastuosos y sedes internacionales construidas con presupuestos obscenos. ¿Para qué? ¿Para orar? ¿Para servir al prójimo? No. Para impresionar, para adoctrinar, para perpetuar el dominio. Son inversiones calculadas, camufladas de fe, pensadas como fortalezas de sometimiento. Y nadie sabe con certeza a qué bolsillos termina yendo ese dinero, ni qué otras operaciones encubre. Pero de lo que no hay duda es a quién beneficia, al sistema criminal que gobierna el mundo.
Y tampoco faltan los espectadores pusilánimes, esos que se disfrazan de críticos, de libres pensadores, de activistas éticos, pero que no mueven un dedo. Porque también tienen mucho que ocultar. Vidas personales podridas de contradicciones, miserias y cobardías disfrazadas de prudencia. Y lo saben. Pero callan. O se esconden detrás de discursos buenistas para seguir colaborando desde la sombra.
El discurso de las religiones, TODAS SIN EXCEPCION ALGUNA, está completamente podrido.
Monoteístas o politeístas, orientales u occidentales, institucionales o alternativas, TODAS comparten el mismo objetivo de domesticar al Ser Humano.
Hablan de Revelaciones, de Escrituras, de Tradiciones, pero todo suena vacío, repetido, hueco. Su verdadera función ya no es salvar, sino adormecer. Convertir hombres en esclavos. Alimentar el miedo. Erosionar la conciencia.
Y ya BASTA! Basta de que nos digan cómo vivir o pensar porque “está escrito”. ¿Quién lo escribió? ¿Dios? No. Lo escribieron hombres, y lo reinterpretaron otros hombres, al servicio de oscuros intereses humanos. Jesucristo jamás fundó religión alguna. No ordenó templos, no estableció castas clericales, no dejó instrucciones para fundar ninguna institución. Habló de libertad, de amor verdadero, de justicia radical. Lo demás es una construcción de poder. Es mentira santificada.
Para creer en Dios no hace falta arrodillarse ante ningún altar ni pertenecer a ninguna confesión. No hacen falta sacramentos, ni dogmas, ni jerarquías. La fe no necesita licencias ni mediadores. Dios se encuentra en el silencio, en la conciencia, en la integridad de cada uno de nosotros. No en los rituales vacíos. No en los tronos de los poderosos. Y tampoco hay que esperar ningún “fin del mundo” porque el verdadero fin del mundo llega cada día. Ayer fue el fin del mundo para muchos. Hoy lo será para otros. Mañana lo será para ti o para mí. La muerte es el verdadero juicio. Lo demás es superstición revestida de autoridad.
Cada misa, cada rezo impuesto, cada gesto aprendido como autómata, es una cadena más. Cada rito obligatorio, una obediencia más. Cada ceremonia que se repite sin alma, una capa más de barniz sobre la prisión del alma. Y el verdadero pecado de nuestro tiempo no es la herejía, sino la sumisión al mal. No es la duda, sino la cobardía. No es la rebeldía, sino la claudicación.
¿Dónde están las voces religiosas que han denunciado la criminal farsa del COVID? ¿Dónde los líderes espirituales que se han rebelado contra la AGENDA 2030? No hay ninguno. Cero. Todos callaron y continúan callando. Todos fingieron y continúan fingiendo. Todos aplaudieron las vacunas envenenadas, sabiendo que mentían, sabiendo que hacían daño. Posaron ante las cámaras para hacer creer que se las ponían y para animar a la gente a su suicidio. Fue un ACTO CRIMINAL, una traición a la verdad, una colaboración directa con el genocidio. Y deberían estar entre rejas. No hay otra palabra. CULPABLES.
CULPABLES por acción o por omisión. Por cobardía o por conveniencia. Por miedo o por dinero. Pero CULPABLES. Han sido pilares indispensables del engaño global. Y encima tienen la desfachatez de seguir dando lecciones morales a los demás. Miserables!!!
Hoy, más que nunca, urge demoler los altares, romper los ídolos, desenmascarar a los farsantes que hablan en nombre de lo Sagrado. No por odio, sino por justicia. No por venganza, sino por libertad. No para destruir a Dios sino, todo lo contrario, para rescatarlo del infierno de mentiras en el que lo han enterrado sus supuestos representantes.
Porque Dios no habita en templos de mármol ni en palacios papales. No bendice a los poderosos ni sus pactos con los criminales ni les rinde pleitesía. Ese Dios fue expulsado hace tiempo de las iglesias, de las mezquitas, de las sinagogas. Y lo que ha quedado son estructuras de dominación, fábricas de esclavos, catedrales del miedo.
Ya no son puente, ni luz, ni guía. Son cárcel. Son tiniebla. Son traición. Y mientras no se destruyan esas cadenas, la humanidad seguirá postrada ante los peores verdugos: los que predican el amor mientras entierran la libertad.
Jesucristo no fundó ninguna religión ni creó una iglesia institucional. Predicó el amor, la verdad y la libertad, no dejó dogmas ni templos, y jamás habló de jerarquías. Su mensaje fue VIDA, no estructura.
La religión cristiana y la Iglesia como organización vinieron después, construidas por hombres y muchas veces al servicio del poder, no del Evangelio.
Por eso, como he comentado infinidad de veces, creer en Dios no exige pertenecer a ninguna confesión. La fe verdadera nace del alma libre, no de ritos ni obediencias impuestas.
28 de junio de 2025.

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