Lo he pensado muchas veces a lo largo de mi vida, y hoy más que nunca necesito decirlo con todas las letras, sin miedo, sin filtros y sin dobleces: Dios es tu padre y tu madre. No hay otro Dios más tangible, más verdadero, más presente en tu vida que ellos. Te dieron la vida, te sostuvieron cuando no podías caminar, te cuidaron en la fiebre, en el llanto, en la oscuridad de la infancia. Te lo dieron todo sin pedirte nada. Y, sin embargo, vivimos en una sociedad que ha olvidado esta verdad elemental.
Hay quien se pasa el día rezando, golpeándose el pecho en las iglesias, memorizando letanías, escuchando homilías, y luego tiene a su madre sola en un cuarto triste, o a su padre aparcado en una residencia donde nadie le llama por su nombre. Hay quien habla de caridad, de amor al prójimo, de misericordia, y luego ignora a los únicos prójimos que deberían ser sagrados: sus padres. Los verdaderos creyentes —los auténticos, no los de escaparate— saben que Dios está en ellos. Dios se llama papá. Dios se llama mamá.
No hay excusa. El trabajo no es excusa. Los hijos no son excusa. La distancia no es excusa. Cuando uno quiere, puede. Lo demás son justificaciones baratas para encubrir una verdad incómoda: nos hemos vuelto cobardes, desagradecidos y egoístas.
Vivimos en un tiempo en que se idolatra lo nuevo, lo joven, lo inmediato. Se hacen colas para un teléfono, pero no para visitar a un padre enfermo. Se madruga para un viaje, pero no para acompañar a una madre al médico. Se celebra el cumpleaños de un actor, pero se olvida el aniversario de quienes te dieron la vida.
¿De qué sirve tanta fe si no empieza por los tuyos? ¿De qué sirven las palabras bonitas, los ritos, las promesas al cielo si no eres capaz de honrar a quienes te trajeron al mundo? Quien abandona a sus padres ha roto con el único mandamiento que jamás debería olvidarse: “Honra a tu padre y a tu madre.” No dice que los honres si te cae bien tu padre. No dice que los honres si tu madre fue perfecta. Dice que los honres. Punto. Porque son tu raíz. Porque sin ellos tú no existirías.
Y mientras tanto, cada día mueren en soledad padres y madres olvidados. Gente que entregó su vida por sus hijos. Gente que no necesitaba lujos, ni homenajes, ni regalos: solo una visita, una llamada, una caricia. Y ni eso les dieron. Murieron mirando la puerta que nunca se abrió.
Por eso lo repito: Dios no está solo en un templo. Dios está en tu padre cuando te espera en silencio. Dios está en tu madre cuando calla su dolor para no preocuparte. Dios está en sus ojos cansados, en sus pasos lentos, en su plato de sopa rehecha con cariño. Dios está en ellos. Y si no los respetas, si no los cuidas, si los olvidas, no vengas luego a hablar de fe. Porque tu fe es mentira.
Una sociedad que arrincona a sus mayores, que los ve como un estorbo, que los relega a una esquina sin luz, es una sociedad condenada a la ruina moral. Y no habrá política, ni ciencia, ni tecnología que la salve. Porque quien desprecia a sus raíces, se seca por dentro.
DIOS ES TU PADRE Y TU MADRE. Nunca lo olvides. Porque si los abandonas, no sólo pierdes a ellos. Te pierdes tú.
Y si puedo decir algo de lo que más orgulloso estoy en esta vida, es que yo los cuidé. Los cuidé hasta el final, hasta que Dios quiso llevárselos. Con amor, con presencia, con dignidad. Fue, sin duda alguna, lo más importante que yo he hecho en mi vida. Y lo haría mil veces más.
2 de julio de 2025.

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