Por qué defiendo el entierro tradicional y rechazo la cremación. Por Carlos Garcés.



Por qué defiendo el entierro tradicional y rechazo la cremación.


Durante muchos años he venido reflexionando, con serenidad pero con determinación, sobre una cuestión que considero de vital importancia: el destino que damos a nuestros cuerpos una vez que morimos.  

No es una inquietud superficial ni sentimental. Es una cuestión de fe, de sentido, de humanidad. A lo largo de los años he leído, he meditado, he revisado las escrituras, y he comprobado hasta qué punto esta decisión, la de enterrar o incinerar, no es algo neutro ni banal. Fruto de ese trabajo interior y espiritual, presento este escrito. Porque el modo en que tratamos a nuestros muertos dice mucho de lo que creemos sobre la vida, sobre el cuerpo, sobre el alma y sobre Dios.

El cuerpo no es un desecho. Es lo que fuimos, lo que amamos, lo que vivimos. Es el rostro visible de nuestra existencia. ¿Qué sentido tiene reducirlo a cenizas en un horno industrial, como si fuera basura? La incineración cosifica al ser humano, lo despoja de su dignidad. Enterrar, en cambio, es un acto de entrega serena, de humildad, de respeto profundo. Es permitir que la tierra acoja lo que fue sagrado.

Durante siglos, la Iglesia enseñó que el entierro era el modo cristiano de despedir a los muertos, en la esperanza de la resurrección. El mismo Cristo fue sepultado, no quemado. Los patriarcas del Antiguo Testamento, Abraham, Isaac, Jacob, José, fueron enterrados con solemnidad, en tumbas, como signo de honra y de espera en las promesas de Dios. Incluso el propio Dios, en Deuteronomio 34, entierra a Moisés con sus propias manos en un lugar secreto, como gesto último de amor y dignidad. En Génesis 23, Abraham compra una tumba para Sara. En 2 Samuel 21, los huesos de Saúl y Jonatán son recogidos con cuidado y enterrados “con respeto” para aplacar la ira de Dios. En el libro de Tobit, el acto de enterrar a los muertos es descrito como una obra de misericordia que agrada a Dios.

En cambio, la quema de cuerpos en la Biblia aparece asociada a castigos o maldiciones. En Amós 2,1, Dios castiga a Moab porque “quemó los huesos del rey de Edom hasta reducirlos a cal”. En Josué 7,25, Acán, que roba del botín sagrado, es lapidado y luego quemado como señal de juicio. En Levítico 20,14 y 21,9, el fuego es también símbolo del castigo divino. Estos actos no son neutros: el fuego representa la destrucción, no la esperanza.

¿Y hoy qué hace la Iglesia? Calla. Asiente. Justifica. En vez de denunciar esta cultura de la cremación como una deriva pagana, la jerarquía se limita a emitir documentos tibios que “permiten” lo que antes consideraban indigno. ¿Dónde está la voz profética? ¿Dónde el coraje de decir que quemar un cuerpo es romper con la tradición cristiana más elemental, que tiene raíces bíblicas clarísimas? No basta con bendecir urnas y ponerlas en columbarios. La Iglesia debería proclamar con fuerza que el cuerpo tiene un destino sagrado, y que entregarlo al fuego es una forma de profanación silenciosa. Aceptar la cremación sin defender el entierro es traicionar la enseñanza de siglos. Es claudicar ante el mundo.

Un cuerpo enterrado deja un lugar. Una tumba es una presencia. Es el eco de una vida que sigue hablándonos. Las cenizas en una urna, por muy decorativa que sea, no cumplen esa función. No tienen peso, no tienen suelo, no tienen historia. Son fáciles de dispersar, de olvidar. El cementerio, en cambio, nos obliga a recordar, a pisar la tierra de nuestros muertos, a confrontar la verdad del tiempo.

Quemar un cuerpo no es un gesto neutro. Es una ruptura, una violencia definitiva. Una máquina lo reduce todo a cenizas en pocos minutos. No hay tiempo para el duelo, ni espacio para el misterio. La tierra, en cambio, acoge. Se toma su tiempo. Permite que el cuerpo repose, que vuelva al origen. Enterrar es un gesto de confianza. Incinerar es un acto de impaciencia.

Hoy más que nunca, la Iglesia tiene que decidir de qué lado está. ¿Del lado de la fe, de la dignidad del cuerpo, de la resurrección? ¿O del lado de la comodidad, de la cultura del descarte, del silencio cómplice? Porque callar ante la cremación no es neutralidad: es complicidad. Es dejar que el mundo imponga sus reglas, mientras la Iglesia se arrodilla ante la opinión pública y la modernidad mal entendida.

Enterrar no es una costumbre antigua, es un acto profundamente humano y cristiano. Es amar incluso después de la muerte. Quemar es reducir, apresurar, olvidar. Y es hora de decirlo con claridad. Y que la Iglesia lo diga también, sin miedo, sin diplomacias vacías, sin resignarse a lo que el mundo impone. Porque si hasta la muerte se convierte en negocio, en trámite, en humo... entonces habremos perdido lo esencial.

Carlos Garcés
10 de junio de 2025










                "SENATOR". Carlos Garcés.

Comentarios