"Hay días en los que uno duerme ocho horas, se levanta sin dolor físico alguno, desayuna tranquilo, se sienta frente a la ventana… y, sin embargo, siente que no puede más. No es agotamiento muscular, ni fatiga mental. Es otra cosa. Es el alma. Es esa parte interior, callada, que lleva demasiado tiempo arrastrando pesos que no se ven, heridas que no sangran y vacíos que no llenan ni el café, ni la compañía, ni el silencio.
Lo digo sin dramatismos. Lo digo porque me ha pasado. Porque le pasa a mucha gente que conozco. Y porque es importante decirlo con voz clara: el alma también se cansa.
Y cuando eso sucede, dormir no basta. Descansar no sirve. El cuerpo se estira, se relaja… pero el alma sigue encogida. Porque lo que le duele no se cura con horas, sino con sentido.
En ese punto, muchos recurren a lo que tienen a mano: rutinas, distracciones, ruido, autoengaño. Pero nada de eso consuela. El alma no se repara con fórmulas rápidas. Necesita verdad. Y ahí es donde la mirada cristiana —no la religiosa, no la litúrgica, sino la honda, la de Cristo mismo— aparece como faro entre tanta niebla.
El cristianismo, en su raíz más pura, no es un conjunto de normas ni una estructura vertical. Es una manera de mirar al ser humano como alguien amado, llamado y herido, a la vez. Es un saber profundo de que no estamos solos, de que no todo depende de nosotros, y de que hay una mano extendida incluso cuando no sentimos ganas de alzar la nuestra.
Eso no es religión. Es consuelo real. Es el corazón de lo cristiano: no una doctrina, sino un hecho. No un discurso, sino una experiencia.
“El cuerpo duerme. El alma necesita ser escuchada.”
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