"A un profesor de secundaria de 40 años le diagnosticaron un cáncer terminal, inoperable. Le dieron un año de vida.
Era un tipo de esos bien firmes, de raíces anglosajonas, y se preocupó seriamente por una sola cosa: cómo dejarle algo a su esposa y a sus hijas, que se iban a quedar sin un mango.
Enseñaba lengua y literatura, y no se le ocurrió mejor idea que intentar escribir una novela. Pero una novela que se leyera bien —que se vendiera. Se imaginaba a sus lectores como a sus alumnos y a los padres de esos alumnos. Y a los personajes también se los figuraba más o menos por ahí. Su mundo era el de su barrio obrero, ese donde siempre había vivido y enseñado.
Era un desafío nuevo, y se fue enganchando. El tiempo lo apuraba. Aprendía a los pinchazos el oficio de escritor. No le interesaba la alta literatura ni los premios. Solo quería dejarles los derechos de autor a su familia, una herencia, algo para que pudieran vivir.
Y así, al terminar su año “de vida”, Anthony Burgess terminó su novela La naranja mecánica. ¡Y metió el golazo!
Con la película, que se volvió de culto, el joven Malcolm McDowell se hizo famoso, las bandas callejeras se empezaron a poner bombines y a pedir leche en los bares. El libro se tradujo a más de cincuenta idiomas.
Contento por la hazaña cumplida, Burgess se tomó unos buenos tragos y volvió al médico. El médico miró las placas, revisó la historia clínica y se quedó pasmado: no había cáncer. Burgess estaba curado.
Se convirtió en escritor. Terminó escribiendo más de cincuenta libros. Y además empezó a componer música. Compuso 175 obras musicales. Hasta una orquesta sinfónica le encargó obras."

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